Casi
todo el debate sobre el futuro de la democracia bajo Ollanta Humala (y me
incluyo) se ha enfocado sobre el eventual daño que podría hacer a las
instituciones democráticas (¿será o no será un presidente autoritario?). Pero
también vale la pena preguntarse si este gobierno podría fortalecer a las
instituciones democráticas. Creo que sí, sobre todo en términos de confianza
pública.
La
democracia peruana no gozaba de buena salud cuando llegó Humala a la
presidencia. Había un descontento enorme. Según el Latinobarómetro, solo
el 28% de los peruanos estaba satisfecho con la democracia en el 2010, comparado
con 49% en Brasil y 56% en Chile. En cuanto a la confianza en las
instituciones, el Perú estaba en el último lugar. Solo el 13% tenía confianza
en los partidos políticos (peor que Guatemala, Honduras y Paraguay) y solo el
14% confiaba en el Congreso (el promedio en AL era 34%). Y mientras el 45% de
los latinoamericanos –y más del 50% de los brasileños y chilenos– confiaba en
su gobierno, solo el 25% de los peruanos lo hacía. En el 2010, la economía
peruana crecía más que la de cualquier otro país sudamericano, pero la
aprobación del gobierno estaba por debajo de todos. Mientras en Brasil, Chile,
Ecuador, Honduras, Paraguay y hasta México esa aprobación superaba el 50%, en
el Perú estaba en 30%.
La
desconfianza pública es peligrosa para la democracia. Si la gente no confía en
las instituciones, estará menos dispuesta a defenderlas y más dispuesta a
apoyar figuras (outsiders, golpistas) que las atacan. La desconfianza es una
receta para el voto “antisistema”. Sería erróneo, entonces, actuar como si el
Perú estuviera bien hasta el 5 de junio y de pronto se hubiera “jodido” (para
decirlo como Zavalita) con la elección de Humala. La democracia ya estaba
mal.
Una
causa de la desconfianza política se debe a que pocos gobiernos han cumplido
con sus promesas electorales. Las políticas adoptadas por Fujimori tenían muy
poco que ver con lo prometido en la campaña de 1990. Alejandro Toledo tiene
fama de no cumplir con sus promesas. El candidato García prometió el cambio
responsable –interpretado por muchos como un reformismo moderado, estilo Lula o
Bachelet– pero gobernó de una manera conservadora.
El
Perú lleva más de dos décadas sin un presidente que cumpla con su palabra. No
es poca cosa. Cuando la gente no percibe una mínima relación entre lo dicho en
la campaña y lo hecho en el gobierno, crece la desconfianza. ¿Para qué sirve el
voto si no influye sobre el comportamiento de los gobiernos electos? Si no hay
relación alguna entre los resultados electorales y las políticas públicas,
¿para qué sirve la democracia? Que haya una brecha entre las promesas
electorales y el comportamiento de los gobiernos es normal en una democracia:
las condiciones cambian, surgen problemas inesperados. Pero en el Perú esa
brecha creció demasiado, con consecuencias graves en términos de confianza
pública.
La
élite política y económica no tomó muy en serio este problema durante la última
década. Los gobiernos de Toledo y García se enfocaron casi exclusivamente a la
política macroeconómica, prestando poca atención a las demandas públicas.
Obviamente, es importante mantener políticas macroeconómicas sólidas, pero una
lección de las últimas elecciones es que un buen manejo macroeconómico y la
confianza de gente con apellidos como Dubois y Althaus no son suficientes para
garantizar la estabilidad democrática.
Cuando
la economía crece 9% y la imagen del gobierno está por debajo del 30% hay un
problema. Y el problema no es que los peruanos sean tristones o que les falte
sol u oxígeno. Es político. Y en democracia, guste o no, la política importa.
Aunque parezca superficial o demagógico, los gestos políticos (ir a Bagua,
llevar el Congreso a Ica) importan. Y aunque parezca irracional, ineficiente y
hasta populista, aplicar algunas políticas que responden a las demandas de la
gente importa. (Paradójicamente, el último presidente que entendía la
importancia de la política fue Fujimori, un autoritario).
Desde
esta perspectiva, el inicio del gobierno de Humala ha sido muy positivo. Ha
hecho como presidente lo que nos dijo durante la campaña que haría. Aumentó el
salario mínimo, impulsó con éxito la Ley de Consulta Previa, negoció un
importante gravamen minero, inició los programas sociales Pensión 65, Beca 18 y
Cuna Más, y amplió el programa Juntos. Uno puede estar de acuerdo o en
desacuerdo con estas medidas. El punto no es ese. Lo importante es que estas
políticas eran promesas centrales de la campaña. Humala cumple su palabra. Y,
en términos democráticos, está muy bien. Si las cosas siguen así, es posible
que el nivel de desconfianza pública empiece a bajar.
Hay
otras promesas que serán más difíciles de cumplir, sobre todo, la lucha contra
la corrupción y la inseguridad. Son problemas estructurales del Estado que, por
más voluntad que haya, son muy duros de cambiar en el corto plazo. Y como la
corrupción y la inseguridad son –según las encuestas– problemas medulares para
la sociedad, no solucionarlos puede traer costos importantes. Pero, en términos
políticos, me parece que el gobierno empezó bien. Se ha preocupado mucho más
que sus antecesores por las demandas del electorado, y no es poca cosa.
Humala,
cuya presidencia nace de una crisis de confianza pública, está en condiciones
de combatir esa crisis. Que tenga éxito. Los problemas de la democracia deben
curarse en democracia. Y nadie sabe cuánto puede durar una democracia sin
confianza pública.
(*) Profesor de Ciencia Política, Universidad de Harvard.
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